Seymour Norte: Magia única
“El tiempo no ha pasado en esta isla. Los animales han seguido con sus vidas, ignorantes de cualquier evento externo. Que si hay nuevo aeropuerto a la vuelta de la esquina, en la isla de al frente, que si aumentó el turismo, que si hay nuevas reglas en el parque, o barcos diferentes”.
Desde el avión ya se la mira. Un pedacito de tierra que hace cientos de miles de años estuvo bajo el mar. Apenas alcanzan los ojos a posarse en su plano y homogéneo aspecto, porque su área diminuta en segundos da paso a la pista de Baltra, a los cactus Opuntia y palos verdes que rodean el aeropuerto.
Me refiero a Seymour Norte, un lugar que no había pisado en mucho tiempo, calculo que incluso un par de años. La había visto desde el barco, cada quince días. Entre diciembre y abril con olas feroces abatiendo contra su costa norteña, y durante el resto de los meses, rodeada de aguas calmas casi siempre.
No tuve que caminar sus senderos, era más útil a bordo. Pero esta tarde me tocó desembarcar, y fue un viaje en el tiempo.
Desde que me acercaba ya podía escuchar a los conocidos habitantes de la isla en sus constantes sonidos de todo tipo y para varios propósitos. Los piqueros cortejando, los machos fragata común alterándose ante el paso de una hembra común, con llamados distintos a los de la fragata magnífica al arribo de una hembra magnífica. Los lobos en sus constantes gemidos, que si son machos, patrullan con feroces rugidos desde el agua, que si son bebés lloran, o se comunican entre ellos, y diría yo que incluso intentan hacerlo con nosotros, los humanos.
Corría un tibio viento, nubes espesas cubrían el sol ecuatorial por lo que la temperatura era bastante agradable. Iba yo sola, a encontrarme con el grupo de huéspedes. Caminaba entre las rocas, que se me hicieron fáciles, suaves, ¿será que se han erosionado considerablemente al paso de tanta gente y bicho? Las noté redondeadas, ya no un grave reto que sortear, como eran para mí hace veinte años, cuando llevaba de la mano gente octogenaria que no deseaba perderse de nada.
Sí, definitivamente las rocas se sentían, se veían más planas y asequibles. Luego estaban los lobos, como si el tiempo no hubiera pasado. Y los machos fragata, a montones, en su despliegue de colores, intentando impresionar a las hembras que desde el aire eligen al mejor postor.
Estaban juntas ambas especies, con apenas centímetros de distancia entre nido y nido o entre prospecto de nido. Con las plumas verdes brillantes, los machos comunes, y las plumas magenta los magníficos. Esto evita la confusión de las hembras, que apuntan a la especie correcta, a pesar de que estén todos mezclados en el mismo pedazo de monte salado. Los ojos de las hembras magníficas con aros azules, los de las comunes, rojos. Nadie se complica. De pronto veo una iguana abrazada a un pedazo de lava, como queriendo absorber todo el calor que la roca pudiera emanar en una tarde que se torna cada vez más fría.
No hay olas, no veo lobos surfeando, pero sí una inmensa iguana terrestre que camina a buscar refugio en algún agujero propio entre los cactus.
El tiempo no ha pasado en esta isla. Los animales han seguido con sus vidas, ignorantes de cualquier evento externo. Que si hay nuevo aeropuerto a la vuelta de la esquina, en la isla de al frente, que si aumentó el turismo, que si hay nuevas reglas en el parque, o barcos diferentes. Para estas criaturas es el mismo ir y venir de las nubes, del sol, una vuelta tras otra alrededor del astro nuestro; ellos continúan con sus rutinas y yo me sumerjo en la magia de regresar en el tiempo, como al primer día en que pisé las islas. No noto ninguna diferencia… ¡Ojalá yo también fuera la misma!