En el corazón mismo de Salzburgo
Uno de los lugares mayormente poblados de Austria. Es conocida como la ciudad natal de Wolfgang A. Mozart. Destacan las populares callejuelas estrechas y el magnífico panorama montañoso.
Como existen más de 200 países y quisiera conocerlos todos, me he prometido no volver a uno en el que ya haya estado. Para poder cumplir mi propósito, cuando voy a un país trato de visitarlo a fondo de manera que no tenga que repetirlo.
En el caso de Austria, no me quedó otro remedio que echar abajo mi propia regla. Había pasado unos días en Viena, paseado por sus alrededores, pero no conocía Salzburgo, la cuna de Mozart, una ciudad cuyo centro histórico fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 1997.
Casi alojados en un palacio
Mi búsqueda de un hotel donde alojarnos me llevó a la página web del Palacio Leopoldskron: una elegante construcción a orillas de un lago. En el horizonte se erguían esas mismas montañas sobre las que en las escenas rodadas en los exteriores del palacio se habían recortado las figuras de los Von Trapp, la inolvidable familia de la película La novicia rebelde (The Sound of Music, 1965), con Julie Andrews y Christopher Plummer.
Las fotos mostraban un fastuoso comedor con lámparas de araña, chimeneas de mármol y una riquísima ornamentación en dorado y rosa; una biblioteca con estanterías de dos pisos y una galería salediza; unas suites que combinaban estándares de confort modernos, un exquisito mobiliario antiguo y un importe que estaba fuera de nuestro alcance. Por el contrario, en el hotel contiguo al palacio sí podíamos hospedarnos. El precio de la habitación incluía tomar el desayuno en el principesco comedor.
Una vista única
No bien acabamos de desayunar, mis compañeros de viaje me anunciaron que prolongarían el sueño hasta el mediodía. Me entró la desesperación ya que eso le robaba cuatro horas de descubrimientos a Salzburgo. Pero, ¿cómo alcanzar a pie el casco medieval si la noche precedente, en auto, habíamos hecho un largo tramo de carretera antes de traspasar la verja del palacio? Me acerqué a la recepcionista y le pregunté dónde quedaba la parada de autobuses. Sonriendo me explicó que bastaba con caminar unos 30 minutos para llegar a la zona histórica.
Debía seguir todo recto, cruzar la carretera, coger el sendero que ceñía la colina sobre la que se asentaba la histórica fortaleza de
Hohensalzburg y luego girar a la izquierda. Nunca imaginé que esa ruta me conduciría a un paseo pavimentado que discurría paralelo a un muro, una suerte de terraza desde donde se gozaba de una vista única: en lontananza, las suaves ondulaciones alpinas; delante de ellas, un río que daba la impresión de ir a perderse en su interior y que dividía Salzburgo en dos; y, en primer plano, las cúpulas verde agua o de color negro de una decena de iglesias, entre las que sobresalía una cuyo domo era de un rojo intenso.
El muro terminaba en una larga escalera que, adosada a una fachada de granito, descendía a una explanada. Justo enfrente había una entrada de arco semicircular que invitaba a penetrar en el patio de una abadía.
Pasos sin rumbo
Empujando la puerta lateral de una iglesia, ingresé en un recinto de blancura tan marmórea que parecía refulgir. Una profusión de pinturas inspiradas en temas bíblicos tapizaban las paredes de la nave principal, desde el arranque de los arcos hasta la cornisa, punto de partida de una ornamentación de estuco que, cual enredadera, trepaba por la bóveda formando motivos florales y medallones que enmarcaban frescos con escenas de la vida de san Pedro, apóstol que daba su nombre a la iglesia. En la parte posterior y superior de la nave destacaba un órgano que en cada extremo lucía sendos querubines y en la parte central, un hermoso reloj rematado por una estatua.
Muy cerca había otro recinto eclesiástico, el de los franciscanos. Altísimas columnas de estrecho fuste y sin capitel se abrían como palmeras para formar una bóveda estrellada sobre el presbiterio. Nueve capillas de diferente estilo rodeaban el suntuoso altar mayor. Un letrero en la consagrada a santa Teresa decía que se le podían pedir varios deseos escribiéndolos en una hoja de papel que, tras ser firmada, debía depositarse en la urna destinada a tal efecto. Escribí mis deseos, firmé “tu tocaya”, deposité la hoja y partí.
Seguí caminando y llegué a la plaza de la Residencia. En su centro se erguía una fuente de 15 m de altura. De una roca surgían cuatro caballos y sobre ella tres gigantes sostenían en los hombros un recipiente circular ligeramente cóncavo, que soportaba cuatro enormes pescados cuyas colas mantenían en alto un recipiente con bordes en forma de concha. Allí, sentado, el dios marino Tritón lanzaba un chorro de agua a través de una caracola. Un grupo de calesas tiradas por caballos aguardaban a los turistas al pie de la fachada de la residencia arzobispal, un complejo de edificios con alrededor de 180 habitaciones.
Más allá se levantaba la catedral, una monumental edificación decorada con las estatuas de los santos patrones de Salzburgo –san Ruperto y san Virgilio–, los apóstoles san Pedro y san Pablo, los cuatro evangelistas, los profetas Moisés y Elías y, en el vértice del frontón, Cristo.
Lo que particularmente me impresionó de su interior fue una bellísima cúpula de forma octogonal, que alternaba cenefas con motivos florales en altorrelieve, coloridos frescos de escenas bíblicas, ventanas en nicho que dejaban penetrar una blanca luz y pinturas en tonalidades rojizas.
Atravesando galerías, llenas de tiendas y restaurantes, terminé en la calle de los Granos (Getreidegasse), la alargada y estrecha arteria comercial del casco antiguo. Del enrejado de las ventanas de los inmuebles colgaban rótulos de hierro forjado que, además del nombre del establecimiento, ilustraban de manera figurativa el tipo de negocio al que se dedicaban. Se trataba de una costumbre que venía de la Edad Media, una época en que muchas personas eran analfabetas y necesitaban orientarse por un lenguaje más visual.
La Casa Natal de Mozart se encontraba en el número 9 de esa calle, una vivienda amarilla de tres pisos. Recorriéndola me dije que era verdad que los humanos habíamos ganado algunos centímetros de estatura en los últimos siglos, pues para pasar de una habitación a otra tenía que casi arrodillarme debido a la baja altura de los dinteles de las puertas.
En la tercera planta del hoy museo se exhibía una mezcla ecléctica de objetos que pertenecieron al compositor, como retratos, cartas, un mechón de pelo, naipes, botones de su chaleco, una cuerda de violín, una caja de tabaco, además de sus instrumentos musicales.
Mis pasos luego me llevaron a un antiquísimo cementerio situado en las faldas del Monte de los Monjes (Mönchsberg). Elaboradas cruces se levantaban por encima de cientos de tumbas a ras de tierra. Vagando entre los sombreados senderos bordeados de vegetación, caí en cuenta de que me hallaba en el costado posterior de la iglesia de San Pedro. ¡Sí, la misma donde había comenzado mi deambular!
Un paisaje irrepetible
Decidí seguir el curso del río y alcanzar el puente que en la lejanía se avizoraba. Cerca de una hilera de casas enclavadas en la roca me topé con mis amigos y juntos emprendimos la caminata. Al llegar a nuestro destino volvimos la vista atrás. Frente a nuestros ojos teníamos un cuadro indescriptible: las aguas del Salzach acariciando las orillas de la antigua Salzburgo y un sol de miel lanzando su luz de atardecer sobre las doradas cruces que coronaban las cúpulas de los templos. Me reí para mis adentros pensando que estaba ante un paisaje “irrepetible”.