Sicilia, cautivadora
Es la isla más grande de Italia bañada por el mar Jónico, el mar Tirreno y el Mediterráneo. Se la puede redescubrir a través de la naturaleza, la historia y la tradición.
Sobre el tema de los viajes, mi padre solía decir: “No puedes regresar. Evita los lugares que te encantaron cuando eras joven, porque habrán cambiado, y te sentirás desilusionado”. Ocasionalmente, mi esposo está de acuerdo: “Eso es cierto, no se puede regresar”.
Pero ¿eso significa que las ciudades y países donde fuimos más felices y más nos encantaron deben ser tachados para siempre de la lista de los destinos soñados? ¿Algunos lugares no pueden permanecer impecables (o posiblemente incluso haber mejorado)? Y, al final, ¿no es interesante ver cuán diferente vemos un lugar en diferentes etapas de nuestras vidas?
Esta primavera, decidí encontrar la respuesta a algunas de estas preguntas visitando de nuevo Sicilia, uno de mis lugares favoritos. Estuve ahí por primera vez en 1992, con mi madre, mi esposo y nuestros dos hijos, y escribí sobre cómo vi hacer erupción al monte Etna. Había regresado por seis semanas a principios de 2002 para escribir un breve libro que en parte fue sobre cómo una inmersión en la historia siciliana me había ofrecido cierto consuelo tras las recientes secuelas del 11 de septiembre.
Ahora, casi un cuarto de siglo después de mi primera visita, estaba regresando con mi esposo y otros familiares. Una ventaja de volver a una región que conoces razonablemente bien es que se pierde el impulso codicioso de ir a todas partes y verlo todo. Si esta fuera una primera visita, o si estuviera sola con mi esposo, no podía haber resistido a Palermo: los gloriosos mosaicos en la catedral de Monreale, la exuberante colección de estatuas del Quattro Canti, los vibrantes mercados y la deliciosa comida callejera. Pero los vívidos recuerdos de tirar de mis hijos para sacarlos del paso de veloces autos y sinvergüenzas motorini me convencieron de que sería más relajante empezar nuestras vacaciones en Cefalú, una localidad costera a unos 40 minutos de Palermo, a la cual volamos desde Roma.
Me hubiera gustado mucho visitar de nuevo el encantador albergue y restaurante Gangivecchio, en las montañas Madonie por encima de Cefalú.
Empieza el paseo
En vez de ello, hicimos un viaje mucho más corto a la bella ciudad de Castelbuono, donde almorzamos en Nangalarruni, un muy encantador restaurante que se especializa en platillos preparados con hongos locales.
Fácil de recorrer y poco pretenciosa, Castelbuono también es una ciudad artística, con frescos del siglo XV en la cripta de la iglesia Matrice Vecchia; en el castillo hay una capilla incrustada de decoraciones barrocas cautivadoramente exageradas del escultor Giacomo Serpotta.
Pero, para cuando terminamos de almorzar, la ciudad parecía haberse deslizado en un pacífico sopor posterior a la comida, y (en lugar de ver sus tesoros artísticos) nos conformamos con comprar miel y aceite de oliva en una tienda que vende productos agrícolas de una cooperativa orgánica cercana.
Si le gusta cocinar, como a nosotros, la mayor frustración del turismo es la incapacidad para comprar en los mercados locales y preparar la cena. Una cosa que ha cambiado los viajes en gran medida en la última década ha sido el advenimiento de Airbnb y su galería en línea de departamentos y casas en renta. Para nosotros, la fantasía fue irresistible: el olor del aceite de oliva y el ajo, la familia reunida en torno a platones de humeante pasta y mariscos comprados ese mismo día. ¡Podíamos ser como los italianos!
La realidad fue un poco diferente. Los amigables anfitriones que nos mostraron nuestra cabaña de renta en Cefalú habían olvidado mencionar la alta probabilidad de quemar el embrague del auto mientras ascendíamos por el camino de acceso, el cual serpenteaba por escarpadas curvas a lo largo del borde de un acantilado, ni sabíamos que el único acceso a las recámaras era por una escalera parcialmente rota.
En Siracusa, donde fuimos luego, nuestro elegante, espacioso y cómodo departamento, también encontrado en Airbnb, tuvo otro tipo de inconveniente: la electricidad había sido suspendida en un país donde, sabemos muy bien, pueden pasar semanas antes de que se restablezca. Quizá mi padre debería haber dicho: no puedes regresar y rentar un departamento.
Finalmente, estos problemas, que incluyeron momentos incómodamente cómicos, difícilmente importaron. Nuestra pequeña familia huyó de ambos alojamientos de Airbnb y se registró en hoteles locales, el lujoso y cómodo La Plumeria en Cefalú, y en Siracusa, después de que nuestra genuinamente amable y apesadumbrada anfitriona nos reembolsó el dinero (nuestro “anfitrión” de Cefalú se negó), el elegante Algilá. Cuando los viajeros que acudían por la Pascua llenaron sus habitaciones, nos mudamos de nuevo al antiguo y costero Hotel des Étrangers.
En Siracusa nos quedamos en Ortigia, la encantadora isla al otro lado de un pequeño puente desde el continente. Aunque había muchos más restaurantes y tiendas de recuerdos de los que yo recordaba, la arquitectura de Ortigia, las evocadoras calles adoquinadas, el dramático malecón y, especialmente, la Piazza del Duomo no fueron menos emocionantes de lo que yo recordaba. Ni tampoco fue menos fascinante observar las capas de historia tan visibles en toda la ciudad.
Pasamos mucho más tiempo (cuatro días) en Siracusa solo caminando por ahí y comiendo.
Reliquias griegas
Quizá mi momento favorito en todo el viaje ocurrió en Segesta, donde hay un templo dórico inconcluso y sin embargo grandioso y un anfiteatro (que data del siglo III a. C.) en una colina por encima del templo. Las estructuras son en sí mismas espléndidas, pero su belleza se ve enaltecida en gran medida por el escenario: una cima semidesértica, alejada (a unos 40 minutos de Palermo) y totalmente rural desde la cual se puede ver la bucólica campiña y, más allá de ella, el mar.
De los tres principales templos griegos de Sicilia –en Agrigento, Selinunte y Segesta–, este último fue el que yo quería que viera mi familia, el que yo misma quería visitar de nuevo.
Cuando llegamos a Segesta a media tarde. La mayoría de los autobuses cargados de turistas y escolares italianos habían partido. Tomamos el transporte hacia el anfiteatro, donde soplaba un fuerte viento y donde –mientras sus padres y abuelos se sentaban en las bancas de piedra que rodean al teatro y admiraban la vista– las niñas corrieron arriba y debajo de los escalones como gráciles cabritas de montaña y trataron al antiguo teatro como su patio de juegos personal.
Desde el autobús, de regreso colina abajo, súbitamente se ve el templo, solitario y majestuoso, ejerciendo una especie de presencia que se puede sentir incluso a la distancia. El chofer del autobús se detuvo para que sus pasajeros pudieran tomar una fotografía, y tuve la sensación de que incluso él –que recorre este camino un día tras otro– nunca había llegado al punto de dar por sentada la belleza del templo y seguía asombrándose por su magnificencia.
La caminata desde el área de estacionamiento hasta el templo es larga y está ligeramente empinada. El templo en Segesta nunca antes me había parecido tan asombroso, tan atemporal, tan precioso. Pensé: esto –justo aquí, justo ahora– es lo más hermoso que he visto jamás. (I)