Cuando el ballet sirve de escape
En un peligroso barrio de Río de Janeiro, una mujer decidió que era hora de cambiar la triste realidad que vivían las niñas de las favelas.
Las jóvenes estudiantes de ballet entraron a la sala con manchas de pintura roja –que simulaban ser de sangre– en sus leotardos. Era un disfraz macabro para unas niñas de 7 y 8 años que se presentaban ante el alcalde y el gobernador.
Para entender por qué su adorada profesora de ballet, Daiana Ferreira de Oliveira, les puso esos atuendos, es útil hablar de un día de su propia niñez.
Oliveira tenía 6 o 7 años cuando su madre decidió llevar a sus tres hijas, desde su casa en un vecindario marginal en el norte de Río de Janeiro, al majestuoso Teatro Municipal en el centro de la ciudad para ver una producción de El lago de los cisnes.
La familia destacaba entre la multitud: era una mujer negra y soltera dedicada a la limpieza de casas, guiando a sus hijas entre un público de personas blancas en la entrada dorada de una de las gemas arquitectónicas de la ciudad para que presenciaran su primer espectáculo de ballet.
Su madre, Rosali Ferreira dos Santos, había cultivado una fascinación por el arte debido a que acompañaba a sus jefes a galerías de arte y al teatro. Llegó a considerar ese tipo de salidas –a un concierto, a la ópera o a una obra de teatro– como actividades esenciales para sus hijas, siempre que podía encontrar boletos gratuitos o en descuento. “Mi madre dijo que debíamos tener cultura”, dijo Oliveira, de 29 años. “Para ella, no era un asunto de ser pobres o ricos”.
Oliveira dijo que podía haberse evitado la ópera, pues recuerda que la aterraban “todas esas personas lanzándose gritos unas a otras”. Pero la danza la deslumbró. “Era un anestésico”, dijo. “Para personas como nosotras, no había psicólogos”.
En las favelas
En el desconcierto de la ciudad, entre el éxtasis y la desolación, Manguinhos, el vecindario donde creció Oliveira, se sitúa claramente en el lado menos favorecido de la urbe. Es una pieza del mosaico de distritos conocidos como favelas, donde hace décadas se asentaron ocupantes ilegales. Integrantes de la poderosa pandilla de narcotraficantes Comando Vermelho, o Comando Rojo, han tenido el control de la zona durante muchos años, con más autoridad que la policía.
Es el tipo de lugar donde los residentes no esperan que se investiguen homicidios, y mucho menos que se resuelvan. Las drogas se venden a la vista de todos, exhibidas sobre mesas.
Cuando Oliveira obtuvo su título de licenciada en Educación Física en 2012, la situación comenzaba a mejorar en Brasil. La economía del país había estado creciendo a un ritmo saludable durante una década. Las oportunidades de educación para los pobres también se estaban expandiendo. Se crearon programas ambiciosos para establecer la presencia permanente de la policía y darles servicios básicos a las favelas, mientras el país se preparaba para la Copa del Mundo de 2014 y los Juegos Olímpicos de Verano de 2016.
Una de las señales tangibles del cambio fue la creación de una biblioteca estatal en Manguinhos, donde Oliveira comenzó a ofrecer clases gratuitas de ballet clásico en 2014. Dijo que intentaba ser cálida pero firme con sus estudiantes, al advertirles sobre los embarazos no planeados, además de instarlas a no salir con narcotraficantes. “No hay un destino predeterminado”, les decía a las niñas y jóvenes. “Solo porque nacieron en una favela no significa que su vida deba ser de cierta forma. No tienen por qué terminar trabajando como empleadas domésticas”.
El mensaje le llegó a Danice Sales, una de sus primeras estudiantes, quien estudió Literatura italiana. “Era un escape de la realidad”, dijo Sales, de 29 años. “Pasé cosas muy difíciles en mi vida y lo único que me permitió evitar tomar medicamentos y caer en una gran depresión fue gracias al ballet”.
Economía y corrupción
Para 2014, el optimismo se acabó y comenzó el temor cuando la economía brasileña empezó a contraerse y una investigación de corrupción expuso un patrón sistemático de sobornos entre los líderes políticos y empresariales del país. Los funcionarios estatales en Río de Janeiro comenzaron a cerrar centros de empleo del gobierno e iniciativas que se habían inaugurado durante los años del auge económico. “Pasé cosas muy difíciles en mi vida y lo único que me permitió evitar tomar medicamentos y caer en una gran depresión fue el ballet”.
Entre las instalaciones que se clausuraron se encontraba la biblioteca de Manguinhos, lo cual hizo que Oliveira animara a sus estudiantes a manifestarse en 2015. Con otros activistas comunitarios convencieron a la oficina municipal de que ayudara a pagar las cuentas al plantear una pregunta incómoda: “¿Cómo es que el país anfitrión de los Juegos Olímpicos cierra bibliotecas?”.
Sin embargo, unos cuantos meses después de que se acabaron las Olimpiadas, la biblioteca y muchos programas gubernamentales se clausuraron. Oliveira estuvo furiosa durante algunos días, pero después se le ocurrió un plan.
Con la ayuda de un cerrajero que se rehusó a cobrarle, Oliveira entró a la biblioteca abandonada, la limpió y puso su propio candado. A continuación, tuvo que ejercer un poco de diplomacia en la favela. Oliveira buscó a un líder del Comando Rojo y le pidió que no saquearan la biblioteca. El traficante aceptó.
Motivación
Aunque la violencia empeoraba y el desempleo aumentaba, decenas de padres siguieron llevando a sus hijas, y a unos cuantos hijos, a las clases de Oliveira. “Era una manera de que entendieran el mundo exterior, un mundo que no existe aquí”, dijo Tatiane Ribeiro Barboza, de 40 años, que tiene dos hijas en el grupo de danza. Sin embargo, el principal atractivo era que tomaran clases con Oliveira. “Ven a una mujer que no tiene debilidades”, cdijo.
Giovana Xavier, una profesora de Educación en la Universidad Federal de Río de Janeiro, dijo que los modelos a seguir en comunidades como Manguinhos pueden tener un efecto transformador en la juventud. “Un gran desafío es construir referencias positivas sobre lo que significa ser negro”, dijo Xavier. “Las ideas prevalecientes que se ven en los medios generalmente se limitan a la criminalidad, en el caso de los hombres, y a la hipersexualización, en el caso de las mujeres”.
Isabelle Sande (15 años), estudiante de danza en Manguinhos, dijo que el ballet le ha dado disciplina y una mentalidad política. Estaba dispuesta, por ejemplo, a participar en una presentación sobre el feminismo. “Es un tema tabú en la favela”, dijo.
A principios de este año, se corrió la voz en Manguinhos de que se reabriría la biblioteca y de que el edificio llevaría el nombre de Marielle Franco, una integrante afrobrasileña del Consejo Ciudadano asesinada en marzo.
Oliveira no estaba contenta con la noticia. La biblioteca se había abierto durante un año electoral y ahora la reabrirían durante otro. Los políticos siempre parecían estar dispuestos a usar las fotos de su grupo de danza durante las campañas, se quejó, pero no hacían nada para apoyarla después de la elección.
Así que cuando le pidieron a Oliveira que preparara una coreografía especial para la ceremonia de reapertura, a la que asistirían el gobernador de Río de Janeiro, Luiz Fernando Pezão, y el alcalde, Marcelo Crivella, decidió que les daría una fotografía memorable. “Pensé en todo lo que nos han quitado, los abusos, la violencia, no solo física, sino también psicológica. Cada día sentimos que morimos un poco porque a diario nos quitan algo, ya sea un libro o un plato de comida”, comentó.
No dijo nada a los funcionarios sobre la coreografía. Así que, flanqueados por una bandada de fotógrafos, el alcalde y el gobernador se pusieron pálidos cuando las jóvenes bailarinas salieron a la sala, con manchas de pintura roja en sus atuendos, se tendieron sobre el suelo y fingieron estar muertas. Señalándolos furiosa con el dedo, Oliveira les gritó a los funcionarios. “¡No somos votos! Si la biblioteca cierra, volveremos y no nos moveremos de aquí”, exclamó.
Cuando acabó, les pidió a las bailarinas que se levantaran. “Ustedes no están muertas. Esta solo era una manera de señalar que aquí todos los días nos estamos desangrando”, les dijo a las jóvenes.
Lis Moriconi colaboró en el reportaje.