Vacaciones de tres días
Un viaje en el mismo territorio es muy grato. Aventuras, caminatas, playa y bellos paisajes a “la vuelta de la esquina” es lo que experimentó una familia estadounidense.
No era un buen signo: la necesidad de explicarles a nuestras hijas que las vacaciones que habíamos planeado a 24,1 kilómetros de nuestra casa, en el norte de California, eran válidas y que gente de todo Estados Unidos, quizá hasta del mundo, volaría miles de kilómetros por tener ese placer. Nosotros –los adultos– estábamos bastante seguros de que hacer la excursión de una posada a otra, por el encantador condado Marin, cuenta como una vacación verdadera. Sin embargo, nuestras hijas no estaban convencidas.
Sus amigas habían ido a Hawái en avión. O a Egipto y después a París. Les dijimos a nuestras hijas, de 8 y 10 años de edad, que pusieran un par de mudas de ropa interior, una camisa limpia, una chamarra ligera, cepillo de dientes y un libro en una mochila. Luego aventamos las cosas en el auto, fuimos al este atravesando el puente Golden Gate, nos estacionamos en un lote informal a la salida de la carretera 101 en Sausalito y nos dirigimos hacia arriba por un sendero.
Viajamos por la belleza, por lo exótico, para relacionarnos con nuestros seres queridos fuera de contexto, extraídos de las arenas movedizas de la vida cotidiana y alejados de nuestros teléfonos inteligentes. Quedarse en la casa, en mi opinión, es una bobada. O, más generosamente, se requiere de una persona más fuerte de lo que yo soy para encontrar lo hermoso y exótico y perder el teléfono inteligente en la casa.
Sin embargo, este viaje era diferente; esa era la línea. Mi esposo y yo no éramos extravagantes en nuestro deber de padres para mostrarles a nuestras hijas el mundo. Las llevábamos a una aventura enriquecedora, solo que era una que daba la casualidad de que quedaba cerca.
El plan de viaje
El plan para el día uno: caminar hacia arriba 12,9 kilómetros por senderos desde la animada ciudad turística de Sausalito, pasando por el cabo Marin hasta la escabrosa cala de la playa Muir. Día dos: caminar 16,1 kilómetros por senderos desde la playa Muir hasta la Stinson, que es como una especie de Los Hamptons del norte de California. Luego, hacer la excursión por más de 3,2 kilómetros por la arena y nadar (¡sí, nadar!) para atravesar la boca de la laguna hacia Bolinas, espléndida pero hosca. Día tres: practicar surf y holgazanear alrededor de Bolinas, esperando evitar a los grandes tiburones blancos que se congregan ahí. Luego, regresar a Sausalito en autobús y volver a ser californianos residentes, una vez reunidos con nuestro automóvil.
Día 1: El cabo Marin es indescriptiblemente hermoso; tierra de Dios para banqueros inversionistas y jipis que hicieron adquisiciones inmobiliarias inteligentes. Por vivir ahí, habíamos hecho viajes de un día docenas de veces. Sin embargo, ese primer día, apenas a una hora de recorrer ese estrecho sendero polvoso, las colinas ondulantes parecían distintas. Sí, todavía verde esmeralda, con vistas formidables, pero sin el carro, aunque sabíamos que pronto volveríamos a estar dentro de él, el mismo terreno por el que habíamos caminado muchas veces parecía más silvestre, menos como un parque y más como un bosque de fantasía.
No obstante, dondequiera que una se encuentre, ir de excursión con niños es un juego de alto riesgo. Para ganar, se necesitan dulces o humor y probablemente ambas cosas. Esa primera tarde nos tropezamos con una mina de oro de comedia: el abrazo del hermano. Un abrazo del hermano, para los no iniciados, es un saludo de mano que fluye hacia el hombro primero y luego a un abrazo.
Pasamos Wolf Ridge y seguimos por la senda costera. Quizá agotados hacia el final de nuestro día de 12,9 kilómetros, esta frivolidad dio paso a una ansiedad persistente por el estatus. Dan y yo empezamos a preguntarnos si no debimos haber sido abogados en lugar de escritores, lo que nos habría permitido llevar a la familia en jet a paraísos tropicales. Cuando descendíamos por la ladera accidentada hacia la playa Muir, nosotros, junto con las niñas, nos permitimos la fantasía de estarnos deslizando por la resbaladilla de agua de la alberca del hotel Fairmont Kea Lani Maui.
Como cualquiera que haya ido a alguno de esos centros vacacionales puede decirles, es posible recorrer medio planeta y no aprender nada, como no sea el nombre del cantinero de la alberca, y se pueden recorrer 457,2 metros y quedar deslumbrados. Al ingresar en Green Gulch Farm, el centro donde se practica el budismo zen y pasamos nuestra primera noche, nos quedamos en silencio, anonadados.
Nuestras habitaciones estaban limpias y eran sencillas. El terreno es imponente. Y el lugar estaba en el silencio del zazen (meditar sentado). En la cena comimos un delicioso tajín en un salón lleno de monjes calvos, con túnicas negras, que guardaron silencio. Por la mañana, después del desayuno, Hannah, nuestra hija mayor, corrió como rayo hacia la puerta de entrada.
Día 2: Fue ambicioso. 16,1 kilómetros más nadar en la laguna helada. En veranos pasados habíamos mochileado por la sierra alta para acampar a casi 3.352,8 metros; los 6,4 km hasta el lago Chickenfoot involucraron quejidos homéricos y un paso más lento que el gateo ambicioso de un bebé. Sin embargo, en esta ocasión, con poco equipo y a baja altitud, las niñas corrieron como lobos.
Para el mediodía habíamos empezado a descender por el sendero Dipsea hacia la playa Stinson. A la una de la tarde habíamos cubierto los 12,9 kilómetros y llegado al pavimento en la Ruta 1. Para celebrar, nos dimos el abrazo del hermano. Luego consumimos montones de calorías: hamburguesas con queso y tocino en el Breakers Café, seguidas de barquillos de helado suave bañado con chocolate.
En lugar de arrastrar los pies, Hannah y Audrey trotaron los 3,2 kilómetros de arenas blancas en Stinson. (Ocasionalmente, Hannah insistía en que Dan la jalara como si fuera una muñeca de trapo). Habíamos tenido la intención de llegar a la boca de la laguna en el crepúsculo, con marea baja, y el cruce habría sido de 27,4 metros. Sin embargo, llegamos a las tres y treinta de la tarde y encontramos enorme la boca de la laguna, de 45,7 a 54,9 metros. Se puede rodear caminando, pero ello agrega más de 11,3 kilómetros, además de que se pierde el romance del surf que aporta la natación. Así es que nos desvestimos y metimos la ropa y las mochilas en bolsas de plástico que habíamos llevado para mantenerlas secas.
Día 3: Luego, cuando trataba de convencer a Hannah de que la ropa interior y una camisola realmente se parecen a un traje de baño de dos piezas, escuché que Dan decía: “Hmm, cariño, ¿ves eso?”, mientras señalaba al agua, hacia un animal gris oscuro del tamaño de un Beagle; era un tiburón bebé.
¿Esto hacía que nuestra vacación fuera más o menos legítima? Teníamos la intención de empujar a las niñas hacia sus límites, pero no asustarlas tanto. Dan nadó primero, solo, probando las aguas, como quien dice. Llegó a Bolinas sin encontrarse con la mamá del tiburón. No obstante, cuando un hombre que pescaba ofreció su canoa, Dan dijo que sí y cruzó a las niñas. Que conste que yo nadé por puro orgullo.
A la mañana siguiente nos despertamos en Smiley’s Schooner Saloon y todo parecía fabuloso.
Teníamos la intención de rentar tablas para surf, pero no había oleaje, así es que nos juntamos a leer. Las niñas se habían tumbado con el cuerpo flexible, agotado y relajado. Durante el recorrido hasta Sausalito les pregunté si les dirían a sus amigas que nuestro viaje fue tan bueno como ir a Hawái. Dijeron que no, claro, pero también que querían repetir la caminata el año entrante, pero con un par de salvedades. Una, querían agregar un día –24,1 kilómetros más– para ir al pueblo de Olema por la playa nacional Pint Reyes. Y dos, querían nadar.