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Educación y pesimismo
El optimista moderado reconoce la utilidad del pesimismo. Sabe que vive en un mundo con limitaciones y que alterar esos límites irracionalmente podría tener impredecibles consecuencias.

CARLOS BURGOS JARA
El filósofo inglés Roger Scruton publicó hace poco un libro tan polémico como interesante: Los usos del pesimismo: el peligro de la falsa esperanza. El texto intenta rescatar el desprestigiado concepto del “pesimismo” en una cultura occidental tradicionalmente marcada por las grandes utopías, las promesas revolucionarias, los optimismos desmesurados. Para Scruton, los ideales utópicos, lejos de desaparecer, parecerían haberse fortalecido en esta primera década del nuevo siglo.
Al subrayar el valor del pesimismo, el autor lanza sus dardos contra un tipo específico de optimista: el “optimista sin escrúpulos”. Este es el que cree que los problemas de una sociedad se solucionan mediante un ajuste radical: basta construir un nuevo acuerdo o sistema para liberar a la comunidad de sus miserias temporales e instalarla en un reino de total armonía.
La característica principal del optimista inescrupuloso es no responsabilizarse por los resultados de sus ideales ni reconocer los peligros que esconden sus creencias. No importa a cuántos arrastre consigo para cumplir sus propósitos: todo queda justificado en aras del “proyecto”. La realidad es reemplazada por la ilusión y, en este proceso, cualquier fuente de tensión o conflicto debe ser eliminada. En última instancia, el fracaso del optimista nunca es provocado por la realidad. Siempre se puede culpar de ello a otras personas, quienes normalmente actúan como clase, mafia o conspiración.
Como afirma Scruton, el optimista sin escrúpulos piensa que sus críticos “no solo están equivocados, son seres diabólicos, interesados en destruir las esperanzas de la humanidad, y en reemplazar la bondad cordial hacia nuestra especie por un cinismo cruel”.
Ahora bien: si el optimista siempre imagina el mejor escenario posible, su contrapartida es el pesimista (que siempre imagina el peor y actúa en consecuencia). Scruton realza su figura. El valor del pesimista está dado justamente porque traza su plan calculando lo que puede salir mal. Privilegia el análisis sobre el impulso y trata de ser consciente de lo que pasará si los riesgos que toma no merecen la pena.
Desde luego, existe también “el pesimismo inmoderado”, ese que niega el aspecto jovial del mundo y piensa que todo está destinado irremediablemente al fracaso. Pero para Scruton el problema radica justamente en considerar todo pesimismo como “inmoderado” y negativo (y todo optimismo como indudablemente positivo). El pesimismo moderado, en su criterio, posee un innegable valor dentro de la planificación de cualquier proyecto. Apuesta por la duda, no se presta al capricho y es siempre un antídoto contra la ilusión irresponsable.
Una educación que contempla la utilidad del pesimismo es lo opuesto de la educación dogmática (que impone la ideología al análisis). También se opone a la ingenuidad optimista de las “culturas de la autoayuda” o a aquellas famosas “revoluciones educativas” basadas en teorías como las de John Dewey que privilegiaban la expresión de la personalidad y el juego por encima de la investigación y el estudio.
Scruton se inclina por una educación que promueva un optimismo moderado. El optimista moderado reconoce la utilidad del pesimismo. Sabe que vive en un mundo con limitaciones y que alterar esos límites irracionalmente podría tener impredecibles consecuencias. Después de todo, como apunta el libro, los dos eventos más terribles del pasado siglo, el Holocausto y el Gulag, deberían ser anotados en la cuenta de aquellos que confiaron ciegamente en su mundo ideal como “solución final” no a un problema, sino a todos los problemas. De ahí tal vez la necesidad de rescatar al pesimismo del desprestigio en que lo ha sumido nuestra cultura.